El funambulismo no necesita ni explicación ni mediadores, tampoco los necesita la poesía, pues ambos se basan en la emoción de contemplar el vacío en un instante efímero de creación que se consume en su propia pureza.
-Funámbulus-

martes, 4 de octubre de 2011

UNA ISLA EN EL CIELO


Me gusta ver en el mar este pensamiento que se forma en el agua y derriba mis defensas. Son  olas que vienen y van,  son algas y recuerdos,  son partículas del universo. Entre el recuerdo la arena que se va y las caracolas braman la agonía del tiempo. Qué hubiera sido de nosotros sin Formentera, aquí nos amamos y nos perdimos lejos del mundo, aquí hemos sido isla y ciclón y también asombro.

Nos gustaba tanto el mar que nos divertía nadar desnudos en aquella playa azul turquesa llena de tiburones y ser presa de nuestras pasiones.
Recuerdo crepúsculos que exaltaban nuestros sentimientos viendo arder sobre el mar un pedazo de cielo, mientras en el centro de la bahía podíamos contemplar el incendio de un navío adormecido en el agua tibia y quieta.
Fuimos corsarios con camisas de flores dejando al descubierto nuestros corazones, nuestros pezones hambrientos y nuestros tatuajes de amor eterno.  Trepamos a los mástiles más altos en busca de quimeras  y en el cielo nocturno las constelaciones nos trazaban  las rutas de antiguos dioses. Largamos la mesana, la gavia y el velacho. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos las bolinas y enfilamos  rumbo a las estrellas.

Eran noches delirantes  de olor a pólvora en las que nadie dormía. Quemábamos nuestra vida fugitiva como el incienso, como el humo de los sueños fugaces y en ceremonias inútilmente bellas sucumbíamos bajo el destello de la luna con canciones y queimadas. Éramos capaces de detener el tiempo mirándonos a los ojos en la proa de un barco hasta extinguirnos ingrávidos en titubeantes burbujas al viento.

Vinieron los inviernos y el estruendo del oleaje  asoló  nuestros espíritus. Vimos anémonas arrancadas del mar y pájaros que migraban con las alas rotas. En aquellas playas quedaron desperdigados los restos del naufragio. En las dunas de arena blanca,  entre sabinas y enebros, quedaron enterrados  los  mapas de Ptolomeo  y aquella ingenua rebelión de  flores marchitas. Allí siguen las lagartijas verdes y azules y  nuestros  cuerpos varados perpetuamente exhaustos de penetrarse y besarse hasta el fondo. Allí persiste la brisa en tus cabellos, la sal en tus besos y  aquel amor y aquel cielo con el que todas las mañanas nos limpiábamos el alma.

El puerto huele a puertos antiguos  y a naves fenicias.  El barco se aleja escoltado por el alboroto de las gaviotas. Ella, con su vestido blanco, agita su pañuelo de despedida y con un ángulo de dulzura y tristeza en su boca  pasa sus dedos sobre sus labios tiernos para liberar al vuelo sus besos. A lo lejos,  él, con su vestido de pirata,  los caza y la retrata en sus ojos para siempre.
¿Se habrá posado ya el llanto sobre aquellas playas vírgenes?

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